Huancayo: Día uno (cuando recién empezamos a entender este viaje)

Terminal terrestre de Cruz del Sur, avenida Ferrocarril (Huancayo). 
6:40 de la mañana.

Dormimos casi todo el viaje —unas nueve horas sin sentirlo—, una de las ventajas de tomar el bus de noche. Al llegar, nos abrigamos bien y, al bajar, el frío nos golpeó directo en el rostro. Revisamos la temperatura en la aplicación del clima: seis grados. Rápidamente recogí la maleta de la bodega del bus y salimos a buscar un taxi. Afuera de la terminal había un kiosco; compré dos pares de guantes para el frío, unos caramelos de coca para mí… y un chocolate para ti —craso error—. El taxi nos cobró siete soles hasta el hotel Tuki, en la esquina de la avenida Huancavelica con el jirón Tarapacá, que sería nuestra guarida al final de cada jornada en Huancayo. Aunque ese primer día, la guarida tuvo otra función: tu aclimatación.

La ciudad de Huancayo se encuentra a 3,250 m s. n. m. —más alto que Huaraz, aunque por debajo de Cusco o Puno—, altitud suficiente para que muchos de sus visitantes experimenten el soroche o mal de altura. Bastó con llegar a la habitación del hotel para que te vinieran las náuseas, y me di cuenta de inmediato: el chocolate había sido una mala idea. Te recostaste en la cama, apagado y en silencio, y ahí comenzó tu proceso de aclimatación. Cerca del mediodía, te dejé dormido y salí a buscar algunas medicinas y algo de comer. En la calle se sentía mucho menos frío y el sol ya quemaba fuerte, así que tocaba buscar sombra. Pedí indicaciones, caminé por todo el jirón Tarapacá hasta un poco antes de la avenida Ferrocarril, y finalmente llegué al famoso Mercado Modelo de Huancayo.

Busqué la zona de comidas y, con quince soles, me tomé un caldo de cordero realmente espectacular. Si bien no me sentía tan mal como tú, sí tenía un ligero dolor de cabeza y una leve sensación de cansancio; pero el caldo me quitó todo el malestar y me levantó por completo. Compré lo necesario: pastillas para las náuseas y el mal de altura, caramelos de limón y mandarinas frescas, y como dieta ligera para el día, pan serrano, yogur natural y botellas de agua. Volví al hotel. Tú seguías dormido, aunque por momentos el dolor de cabeza te despertaba. Pedí que me llevaran un mate de coca a la habitación y me puse a ver la tele mientras esperaba que dieras tus primeras señales de mejoría, lo que sucedió cerca de las dos de la tarde, tras siete horas desde que llegamos al hotel.

Siendo ya las cinco, abriste totalmente los ojos y me dijiste:
—Papá, ¡tengo hambre!
—No se diga más… ¿quieres ir al Real Plaza?
—Siiii —respondiste con entusiasmo... yo me sentí aliviado.

Ya eran casi las seis cuando salimos del hotel y nos fuimos caminando hasta el centro comercial. Aún era de día y había algo de sol, así que aprovechamos para disfrutar del clima fresco y acogedor del atardecer andino. Esta vez caminamos hasta la avenida Real, la más importante de Huancayo, y luego de atravesar la plaza Huamanmarca, nos desviamos nuevamente hacia la avenida Ferrocarril y llegamos al Real Plaza. Estabas emocionado y asombrado de entrar a un lugar tan moderno y mucho más familiar, para ti, que lo que habíamos visto en las calles de la ciudad. Subimos al patio de comidas y te pediste un Twister en KFC —¡lo disfrutaste como si fuera el primero de tu vida!—.

Volvimos al hotel caminando, esta vez recorriendo la avenida Ferrocarril, justo por sobre las vías del tren. Resulta que, en la temporada en la que el tren no pasa por ahí, las vías son ocupadas por vendedores ambulantes durante más de diez cuadras seguidas: la variedad de lo que ofrecían los comerciantes, desde ropa de invierno, calzado de marca dudosa, cachivaches electrónicos, hasta suculentos manjares y aromáticos potajes, de todo tipo, me hacía recordar el centro de Lima. Aunque al principio te dio un poco de temor caminar por allí de noche, al final resultó ser toda una aventura. Ya llegando al jirón Tarapacá, tuvimos que dejar las vías del tren y dirigirnos hacia nuestra guarida. 

De regreso en el hotel, satisfechos y contentos a pesar de lo poco que habíamos conocido ese primer día, nos alistamos para dormir; no sin antes repasar lo que teníamos planeado para el día siguiente. La verdad, hijo mío, es que nada nos podía preparar para lo que vendría.

[...continuará]

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