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Oliver y Kyara

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Desde hacía varias semanas, extraños y breves pensamientos irrumpían en la mente de Oliver. La sensación de ansiedad era inevitable; y de pronto, como si una fuerza sobrehumana arrasara con todo lo que tenía frente a él, se quedaba allí mismo, en una fría y solitaria penumbra. Estos espasmos, cada vez menos espaciados, le habían alterado el orden de las cosas; ese orden al que se había acostumbrado a través de los años. A sus treinta y tres, se rehusaba a planear, a proyectar su futuro más allá del momento; vivía conforme se iban abriendo y cerrando las puertas, sin metas que alcanzar o retos por qué luchar. Tenía un buen trabajo, y no veía la necesidad de crecer profesional o académicamente. De alguna manera, confiaba en que su porvenir —y el de su familia— estaba asegurado por el designio divino. Sin mayores aspiraciones económicas, era feliz. Kyara era su mundo, su universo, la estructura sobre la que había configurado su vida. Llevaban siete años de casados, y aun cuando sabía