Los días felices del oratorio

—Buenas tardes, Sor Hilda —la saludé con la cordialidad de siempre.
—Qué tal, Pepito; siéntate —me dijo ella mientras hacia lo propio.

Me parecía extraño que la religiosa a cargo de la pastoral juvenil del colegio María Auxiliadora me mandara llamar para reunirnos un día de semana. Estábamos en una de esas salas privadas —de las que se utilizan para conversar con los padres de familia—; era un espacio reducido, silencioso, hasta cierto punto intimidante; no me imaginaba lo que estaba a punto de suceder.

Dos años atrás...

Capítulo 1: Sor Dora

A la edad de catorce, ya frecuentaba el María Auxiliadora de Breña, ya que había comenzado a apoyar el trabajo pastoral que Sor Dora realizaba en el otrora asentamiento humano Santa Rosa del Naranjal —el que posteriormente daría origen al actual distrito de Los Olivos, según cuenta Carlos Elio—. Yo tocaba la guitarra y apoyaba en las dinámicas con los niños, mientras que las monjas y otros jóvenes catequistas evangelizaban a los más grandecitos.

La religiosa se había convertido en algo así como mi asesora espiritual. Relaciono ese momento de mi primera adolescencia con el "me alejé un poco de la familia, en búsqueda de una identidad propia, mis propias motivaciones y mis propias historias" de un post anterior.

Una tarde, Sor Dora me pidió que ayudara a unas alumnas suyas de tercero de secundaria —entre las que estaba la gran Julita Ortiz—. Las chicas tenían que presentar un número musical; le habían cambiado la letra a una canción "conocida" y necesitaban sacar el acompañamiento en guitarra. Al final, no sé cómo terminé tocando con ellas en la actuación del colegio —¿había mencionado que el María Auxiliadora era un colegio de mujeres?—.

El peculiar apoyo que les di llegó a oídos de otra religiosa, quien aparentemente también necesitaba de mis "servicios musicales". Esta vez, Sor Dora me pidió que fuera al colegio el domingo siguiente por la tarde: —Pregunta por la monja a cargo; pregunta por Sor Liliana. —Sí, madre.

Capítulo 2: Sor Liliana

¿Habrá sabido Sor Dora que al enviarme con esta nueva sor me estaba perdiendo? ¿Habrá sido quizás su plan el de transferirme al universo de los oratorios salesianos? El hecho es que cuando conocí a Sor Liliana, la joven religiosa a cargo del Oratorio Festivo de María Auxiliadora (OFMA), sentí una inexplicable conexión.

Después de haber ayudado a un grupo de alumnas suyas con una pista musical que necesitaban para una actuación, me pidió que me quedara para la misa. Después de eso, me llevó al salón donde estaban reunidas las animadoras del oratorio —jóvenes a cargo de las actividades educativas, musicales y deportivas—. Me hicieron algunas preguntas acerca de dónde vivía, dónde estudiaba y ese tipo de cosas; al final, les dije que me gustaba mucho el trabajo pastoral que hacían allí con las niñas y adolescentes, y les pregunté si podía volver. Con sana picardía —y en complicidad con las animadoras—, la monja sacó una falda que tenía por allí y me  retó: —Este es un oratorio de mujeres; así que si te pones esta falda, puedes venir. Aquel primer domingo por la tarde, nació una leyenda.

Mis domingos por la tarde no volvieron a ser iguales. A pesar de estar estudiando en un colegio de varones, no se me hizo difícil acostumbrarme a un entorno cien por ciento femenino. Por otro lado, asumí con responsabilidad la confianza que depositaron en mí Sor Liliana y las animadoras del oratorio —no obstante, algunas nunca estuvieron de acuerdo con mi participación en el OFMA—. 

Por todas ellas sentía admiración y respeto; me esforcé por ser un aplicado aprendiz, y poco a poco fui ganándome un espacio entre ellas. Patricia Ojeda y Ángela Sifuentes se convirtieron en mis maestras musicales —con ellas logré comprender e interiorizar el arte del acompañamiento en guitarra—; de las animadoras más extrovertidas aprendí a perderle el miedo al público —factor esencial para dirigir las dinámicas y los juegos con grupos grandes—; mientras que Sor Liliana proyectaba en todos nosotros verdadera convicción con la labor formativa del oratorio salesiano.
Después de algunos meses, la joven religiosa nos dio la noticia de que sería trasladada. No nos dijo adonde. Fue un triste acontecimiento, sin duda, para mí y para todos en el OFMA. Un par de semanas antes de su partida, nos presentó a quien sería su reemplazo. En aquel momento, no nos imaginábamos que la "época de oro" del oratorio estaba por comenzar.

Capítulo 3: Sor Cecilia

Sor Cecilia llegó con muchas ganas de innovar; su carisma y energía nos cautivó a todos en muy poco tiempo. Particularmente, me llamó la atención la confianza que me dio desde el primer momento. 

Después de unas semanas, le propuse que invitáramos a más chicos (varones) al oratorio, al menos para la animación (musical) de la misa. Por aquella época, con unos amigos habíamos formado una especie de agrupación juvenil seudo-pastoral, a la que habíamos bautizado como "La Sociedad de Cristo" —también referenciada en un post anterior—. Sor Cecilia estuvo de acuerdo en que les pase la voz, y hasta le emocionó la idea de que poco a poco vayan participando y apoyando más en los talleres musicales, en las actividades deportivas, en las representaciones teatrales, y en los encuentros juveniles inter-oratorios y parroquiales.

En menos de un año, gracias a Sor Cecilia, el OFMA había alcanzado ser —de acuerdo con la visión de Don Bosco, fundador de la orden salesiana y del concepto del "oratorio"— casa, escuela, iglesia, patio y taller para decenas de niñas y adolescentes del barrio de Breña y alrededores.

Para escribir este post, tuve que escarbar en mi memoria hasta llegar a los años de la adolescencia: momentos casi de éxtasis interpretando el "Gloria" de Marcello Giombini en cada una de las misas; la emoción a la mitad de la canción "Confía siempre en Dios", que presentamos como "Sociedad de Cristo" ante el Nuncio Apostólico en el Perú; la algarabía cuando ganamos el Festival de la Canción Salesiana con el tema compuesto por Ángela Sifuentes, "Salesiano soy"; los momentos de reflexión durante las jornadas juveniles de preparación para la Pascua de Resurrección; las novenas; la procesión de María Auxiliadora; aquel inolvidable paseo al Parque de las Leyendas; e inevitablemente, los primeros latidos del corazón. 

Sin embargo, en mi viaje hacia el pasado, también tuve que enfrentarme a los momentos ensombrecidos quizás por nuestra propia inmadurez, o quizás por la intolerancia de algunas monjas de la congregación, o quizás por el temor desproporcionado de solo una de ellas —temor a que las cosas salieran fuera de control—.

Capítulo 4: Sor Hilda

Cuando el OFMA comenzó a tener mayor visibilidad, la congregación asignó a Sor Hilda como coordinadora de todas las actividades pastoral-juveniles del colegio María Auxiliadora; es decir, era la jefa de Sor Cecilia. La recuerdo como una mujer amable, pero parca y poco carismática; y mi percepción es que no estaba muy cómoda con la presencia de los varones en el oratorio —para esa época, ya no solamente asistíamos los chicos de la "Sociedad de Cristo", sino también algunos otros niños y adolescentes de los alrededores—. 

El período "Sor Cecilia" duró poco más de un año. Unos meses antes de que terminara, las cosas en el OFMA se comenzaron a complicar: el oratorio fue invadido por un presumiblemente esperado despertar neuro-hormonal. En otras palabras, comenzaron a producirse ciertos incidentes entre chicos y chicas —producto de la pubertad— que poco a poco fueron llegando a los oídos de las animadoras, en primer lugar; a las monjas de la congregación, en segundo; y finalmente, a Sor Hilda.

¿Habrán sido las parejitas de enamorados concebidas en el seno del oratorio? ¿O talvez el beso no confirmado que le dio fulanito a menganita en el baño de mujeres? ¿O quizá el legendario juego de "botella borracha" en casa de una oratoriana —interrumpido en su mejor momento por un "comando militar" de animadoras—? ¿Habrá sido el slam book decomisado a Roxana Izquierdo la gota que derramó el vaso?

El hecho es que Sor Cecilia fue trasladada a Huancayo; llegó una nueva religiosa a hacerse cargo del oratorio —Sor Aidé, si no me equivoco—; y de un momento a otro, Sor Hilda me mandó llamar para reunirnos en privado.

No recuerdo mucho los detalles de esa conversación —es probable que los haya ido eliminando con el paso del tiempo—. Solo tengo claridad hasta el momento en que me sacó el slam book decomisado; la mayor parte restante debe haber quedado en el fondo de mi subconsciente. ¡Ah... no!... Una frase me acaba de llegar a la mente: "Este domingo será la última vez que el oratorio le abra las puertas a los chicos; el OFMA volverá a ser exclusivamente de mujeres."

Salí bastante afectado de esa reunión: una mezcla de tristeza, impotencia y resentimiento. Por supuesto, no solo tenía que asimilar el hecho —y mi parte de culpa— de que yo ya no formaba más parte del oratorio, sino que tenía que decírselo a los demás. La noticia prácticamente terminó diviéndonos como amigos y significó el inicio del fin de la "Sociedad de Cristo". Ya nada volvería a ser igual.

Epílogo

Después de algunos años, intenté contactar a Sor Liliana y a Sor Cecilia, sin éxito. Me enteré que la primera ya no era más Sor Liliana, sino simplemente Liliana, y no hubo forma de ubicarla; en cuanto a Sor Cecilia, me dijeron que seguía asignada fuera de Lima.

Hace poco tiempo, durante un viaje que hice con mi hijo menor a Ayacucho, la espera de casi veinte años terminó. En una de las siete iglesias que visitábamos en Jueves Santo, la vi venir hacia mí. Llevaba la sotana y la cofia propias de las Hijas de María Auxiliadora. Cuando la tuve al frente, la llamé emocionado:
—¡¡¡Sor Cecilia!!! —Ella no tardó mucho en reconocerme; finalmente, pronunció mi nombre.
—¡¡¡Pepito!!!

Yo simplemente no podía creerlo. Me contó que ahora dirigía la casa de la congregación, en la capital religiosa del Perú. Le causó mucha alegría que estuviéramos compartiendo, mi hijo y yo, la experiencia de Semana Santa. Intercambiamos emails y nos despedimos con la promesa de no perder contacto. Nunca más supe de ella.

Como escuché por ahí, "recordar es volver al corazón". Hoy, después de más de veinte años de mi período como oratoriano en el OFMA, revivo aquellos momentos atesorados en el alma, con profundo agradecimiento a quienes los hicieron posibles. Y tomando prestadas las palabras del propio Don Bosco, en su Carta de Roma (1884), seguiré soñando con que "vuelvan a florecer los días felices del antiguo oratorio. Los días del amor y la confianza entre jóvenes y superiores; los días de los corazones abiertos con tal sencillez y candor, los días de la caridad y de la verdadera alegría para todos".

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