Noviembre al fin

Reminiscencias de mi niñez; que llenan el vacío con afecto, ternura y sensaciones de felicidad simple y pura; anuncian la llegada del undécimo mes del año. Para mí, como para muchos, el mes del cumpleaños es el favorito, aunque quiera negarlo a veces. Si bien en los últimos años no he tenido la mejor predisposición para con las últimas semanas del calendario, llevo en el corazón el recuerdo de quien hizo que "noviembre" sea el mes más esperado.

María Lucrecia Vallenas Torres
 
Una bella finca en el distrito de Toraya (Aymaraes, Apurímac) la vio nacer el 22 de noviembre de 1912. Hija de José María y María Jesús —quizá una señal de la devoción que la caracterizaría—, estudió en la Escuela Normal de Educandas del Cuzco, para dedicarse luego a la docencia durante más de treinta años.

A los veintiuno, ya ejercierdo su profesión en la ciudad de Abancay, contrajo matrimonio con José Manuel Garay Collado, con quien tuvo diez hijos —fallecieron cinco y sobrevivieron cinco—. Quedó viuda en 1953, cuando el hijo mayor tenía doce años y el menor, cinco meses.

Mi padre la recuerda así: "De carácter jovial, delicada y generosa; supo educar y formar a sus cinco hijos en la esencia de los valores cristianos y principios de bien, unión y solidaridad. Fue sencilla, bondadosa, extrovertida, alegre, bailarina, tolerante, serena, pocas veces se enfadaba —su desfogue era algunas veces llorar sola y rezar siempre por todos nosotros—".


Mi abuela y yo

No soy de los que recuerdan los detalles de la infancia —de hecho tuve que pedirle a mis padres que me ayuden a parchar algunos huecos en mi memoria para poder escribir este post—: sucede que me quedan tan solo breves imágenes mentales, reflejos de las emociones vividas, sombras de los personajes que más influyeron en mí.

Mi madre siempre decía que mi nacimiento se había adelantado a causa de "la abuelita Quecha" —como cariñosamente la llamábamos—. A tan solo unos días de dar a luz a su primogénito, mi madre "zapateó" a su gusto (léase, bailó huayno) en el cumpleaños de mi abuela; y al día siguiente, le vinieron los dolores de parto. En la madrugada posterior, nací yo. Más que una coincidencia, veía en eso una conexión casi cósmica. Recuerdo que pensaba inocentemente que noviembre nos pertenecía a mi abuela y a mí.

Cuando tenía tres años de edad, nació mi hermana menor; y como era de esperarse, la atención de mis padres se desvió casi al cien por ciento hacia ella. Según me cuentan, la abuelita Quecha notó que esto me estaba afectando —incluso observó en mi cabeza un punto sin cabello—; y luego de consultar con un psicólogo, me matriculó en un nido a pocas cuadras de la casa. Ese mismo día, cuando mis padres volvieron del trabajo, se dieron con la sorpresa de verme con mandil, mochila y con los útiles escolares ya comprados. Durante mis años preescolares, la abuelita Quecha se encargaba de llevarme y recogerme casi todos los días.

A los seis o siete años, mis padres me pusieron a estudiar piano. Mi abuela estaba feliz: les contaba a sus amigas y familiares más cercanos sobre mis progresos. Recuerdo una ocasión en que, después de una misa a la que concurrieron sus amistades y algunos miembros de la familia, todos pasamos al Club Apurímac. La abuelita Quecha había organizado y dispuesto todo para que yo diera un breve recital, tocando el viejo piano que había en un salón. ¡Qué orgullosa se le veia!

Vivía a pocas cuadras de la casa; así que ya más grandecito, la visitaba casi todas las tardes después del colegio. Solía recostarme a su lado, un rato, mientras dormía la siesta; y luego, tomábamos lonche —gracias a eso, le agarré el gusto por hacer "chapo": remojar el pan en el té o la leche antes de llevarlo a la boca—.

Podría seguir y seguir narrando las historias de mi niñez con mi abuela: la vez que me vistió con el hábito del Señor de los Milagros y me llevó a Las Nazarenas para bendecirlo, lo mucho que disfrutaba ella cuando mi padre me hacía cantar en las reuniones familiares, los paseos por el Jirón de la Unión —en realidad, íbamos a visitar la Iglesia de la Merced—; sin embargo, lo que más atesoro en mi corazón es el entusiasmo que la embargaba cuando se acercaba el día de mi cumpleaños.

Noviembre al fin

Se había hecho costumbre, para los cumpleaños de mi familia, que la abuela se quedara a dormir en nuestra casa desde el día anterior, para poder pasar el día completo con el santo. Se levantaba muy temprano, y despertaba a los demás para cantarle "Las mañanitas" al celebrado.

A medida que se acercaba el día de mi onomástico, la abuela me decía: "¡Ya se acerca el santo!", sonriéndome complacientemente, como si estuviera tramando alguna sorpresa para mí. Y en efecto, llegado el día, el despertarme con el canto de mis seres queridos —mis padres, mi hermana y por supuesto, ella— era una demostración de cariño que colmaba mi emoción, que me llenaba de dicha, y hacía sentirme parte de algo en verdad grande. Por la tarde, la abuela se aparecía con los bocaditos, golosinas, refrescos y su clásico chifón para la celebración familiar. Para mí, era el mejor día del año.


El triste adiós

Con la adolescencia y la primera juventud, como es natural, me alejé un poco de la familia, en búsqueda de una identidad propia, mis propias motivaciones y mis propias historias. En ese ínterin, mi relación con la abuelita Quecha dejó de ser tan cercana. Cuando le detectaron el cáncer al estómago, la familia entera se vio desconcertada ante la posibilidad de perder a tan querida matriarca. Por aquella época, todos volvimos nuestros corazones hacia Mamá Quecha.

El 22 de noviembre de 1993, la familia Garay Vallenas, en pleno, festejamos su último cumpleaños. Fue una celebración inolvidable: decoración de fiesta infantil, almuerzo familiar, discursos, guitarras y cantos; pero más importante aún, la concurrencia de todos mis tíos y primos... era el sueño cumplido para María Lucrecia: la familia reunida.



Después de aquel evento, debido a su enfermedad, fue trasladada a la ciudad de Huacho, quedando bajo los cuidados médicos de su hijo menor, mi tío Oscar Garay. Falleció el 21 de junio de 1994, a la edad de 81 años.

La abuelita Quecha fue una de las personas que más influyeron en mí durante la niñez. En muchos aspectos, fue como una segunda madre. Algunas veces, en mis sueños, la he vuelto a encontrar, le he contado mis problemas y tribulaciones, y al sentir otra vez la suavidad de sus manos —como cada mañana, cuando me llevaba al nido—, me he sentido reconfortado.

Unos meses antes de morir, me envió una carta, pidiéndome que cuide mucho a mi padre. Sus palabras finales me han servido de aliento en los momentos más oscuros de mi vida:
Querido Pepito: [...] No te sientas derrotado en este aspecto; verás que, en todo momento de tu vida, te sentirás feliz y el Señor te colmará de bienes. Mira que muy poco tiempo te falta para cumplir tus bellas aspiraciones. [...] M. Lucrecia.

Hoy 22 de noviembre, querida abuelita, te deseo, desde el fondo de mi corazón, un feliz cumpleaños, donde quiera que estés... ¡¡Y que viva la santa!!

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