Candor interrumpido

Era el último día del año escolar, y habíamos quedado (Patricio y yo) en que saliendo del colegio iríamos a su casa a jugar Atari un rato. No éramos tan “patas”, pero me caía bien, lo que era bastante común entre aquellos que veníamos juntos desde el primer grado; la verdad es que la posibilidad de siquiera ver de cerca la nueva videoconsola Atari ST valía el ajetreo. Siendo casi las dos de la tarde, tocaron el timbre de salida; con el estridente sonido se acababa la primaria, y una precoz sensación de nostalgia e incertidumbre me retuvo en el pupitre por unos cuantos segundos. —¡Ya vámonos, oye! —exclamó Patricio, quien ya tenía la mochila en la espalda. Cogí la mía, me despedí de los amigos más cercanos, y salimos a buscar su movilidad, que nos llevaría hasta el distrito de La Molina.

Todos sabíamos que el papá de Patricio tenía un importante puesto en una importante empresa, y a él le gustaba alardear de eso; para mí nunca fue un problema, pero lo que me quedaba claro era que su familia era más pudiente que la mía. Si bien Patricio era algo petulante, gozaba del respeto y cariño de los demás niños del salón. Cuando llegamos a su casa, me quedé asombrado: zona residencial, dos pisos, cochera grande, jardín y una piscina; al principio, sentí una natural y sana envidia, y luego, un pícaro pero inocente “¡Tengo que venir más seguido!”. La criada nos sirvió el almuerzo —sus papás estaban trabajando—, y comimos rápidamente para poder irnos a jugar.

Ya en su habitación, me mostró la Atari ST que le habían comprado por su cumpleaños; la tenía conectada a un televisor (blanco y negro) en un mueble tipo escritorio. Nos sentamos uno al lado del otro. Me contó que había estado aprendiendo algo de BASIC —el lenguaje de programación de las Atari—, y al ver mi interés, me comenzó a enseñar algunos comandos.

—Tengo un juego excelente. ¿Te gustan los autos de carrera? —me preguntó.
—¡¡Sí!! ¿¡A ver!?
Sacó de un cajón el disco original de “Turbo” y lo insertó en la consola.  Mientras cargaba el juego, me pasó el brazo por encima del hombro, lo que no me extrañó ya que éramos amigos. Terminó de cargar, y comenzamos a jugar por turnos —tenía un solo joystick—. En mi tercer turno, volvió a pasarme el brazo, pero esta vez comenzó a acariciarme el hombro.
—¡Oye! —exclamé ingenuamente.
—¡¿Qué pasa?! —respondió como bromeando—. ¡Tranquilo!
—¡No me molestes, pues! —le dije serio.
—Ya, ya.


Traté de no darle mucha importancia —de hecho que no comprendía bien lo que había pasado—, así que continuamos jugando “Turbo” un rato más. De un momento a otro, me pidió que le alcanzara la caja de un juego que estaba en su mesa de noche. Me paré, fui hasta donde estaba la caja y, al volver, Patricio me sorprendió, de pie, y sin poder hacer nada para impedirlo, me agarró el trasero.

—¡¡Suéltame!! ¡¿Qué chucha tienes?! —le reclamé al salir de mi estupor, dando rápidamente unos pasos hacia atrás.
—¡Solo estoy jugando, compadre! —me dijo con tono apacible.
—¡¡No te me acerques, concha tu mare!! —Cogí mi mochila y, apresuradamente salí de su cuarto, bajé las escaleras, abrí la puerta de la casa, y me fui corriendo hacia la esquina.

Temiendo que Patricio fuera a buscarme, corrí hacia un parque que avisté cerca de su casa. Me senté en una banca, y me quedé allí, con los ojos puestos en la dirección por donde había llegado, casi sin pestañear, respirando agitadamente, sintiendo cómo los latidos del corazón golpeaban mis costillas una y otra vez. Repasaba lo sucedido, intentando explicármelo a mí mismo, pero sentía miedo y culpa. Me puse a observar los enormes árboles del parque y cómo el viento movía las ramas, de un lado a otro, haciendo temblar sus hojas; me comencé a sentir mejor.

Siendo casi las seis de la tarde, recordé que mi papá me iba a recoger más o menos a esa hora, así que caminé hasta la cuadra donde vivía Patricio, y me senté en la vereda de la esquina, siempre vigilando la puerta de su casa. A los pocos minutos, apareció el coche de mi papá —doblando lentamente la cuadra—; me acerqué a paso veloz, me metí en el carro, y sin siquiera saludar, le pedí que nos fuéramos rápido de allí.

—¿Todo bien, hijo? ¿Qué tal te fue? —preguntó después de unos minutos, con la mirada fija en la avenida Javier Prado. Yo quería contárselo todo, pero como no podía con ello, aquella tarde de 1988 solo atiné a darle la respuesta más cobarde que podía.
—Bien, papá.

Patricio y yo jamás volvimos a dirigirnos la palabra.

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