Una mañana cualquiera

Comencé a escribir este post una mañana de marzo. Mientras llevaba a mi hija (13) a su colegio, comencé a bromearle —haciendo voces graciosas, tontas en realidad—, pero se molestó y me regañó, diciendo que eso le avergonzaba. La dejé media cuadra antes de la puerta, nos despedimos fríamente, y volví al auto sin voltear a verla (no como usualmente lo hacía).

Quizás estaba un poco sensible esa mañana (quizás ambos), pero el asunto es que me fui al trabajo entristecido. Por un buen rato, añoré intensamente su (primera) infancia: cuán dependiente era ella de mí, cuánto nos reíamos juntos, lo mucho que celebraba —incluso— mis bromas más ridículas. ¿A dónde se había ido la inocente complicidad, la incondicional obediencia, la credibilidad ciega?

"Está en una edad difícil", pensé. Fue allí que recordé al doctor León Trahtemberg: en la adolescencia, "el conflicto entre padres e hijos es necesario para formar la personalidad". A pesar de que comprendía todo eso, no lograba quitar ese pequeño dolor de mi corazón.

No soy adepto a las teorías paradójicas pseudo-científicas, pero quiero creer que aquella mañana de marzo, en algún universo paralelo, mi hija, poco antes de llegar a la entrada del colegio, volteó a buscarme con la mirada, yo también lo hice, me sonrió y se despidió a lo lejos con la mano; yo no me quedé triste y jamás escribí este post.

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