Señorita de Chan Chan

Lima, octubre de 2011
Muy querida señorita:

Le pido perdón, en primer lugar, por el atrevimiento de dirigirme a usted sin conocerla siquiera, esperanzado en que sepa comprender que a veces el corazón bloquea la razón, y nos despoja de prejuicios, temores e incluso de cordura. No sé realmente cómo empezar esta carta —que probablemente nunca llegue a usted, o al menos eso desearía—; quizás expresando aquello que sentí al verla allí de pie, en la ciudadela de Chan Chan: paralizado de improviso, atónito, mágicamente embelesado.

En ese instante, la explicación que daba la guía de turismo se iba desvaneciendo con el viento; como si alguien le estuviera bajando el volumen a todo a mi alrededor. Allí en la plaza principal del palacio de Nik An, éramos solo usted y yo. He considerado la teoría de que talvez haya sido objeto de un hechizo ancestral chimú, y que usted, portadora del poder de Shi o incluso la encarnación de la diosa lunar, haya querido atraer a su siguiente víctima para el sacrificio —al que sin lugar a dudas yo me hubiese entregado gustoso—.

¿La estoy ofendiendo, señorita? No es mi intención importunarla con esta declaración, sino dejar testimonio del efecto de su sonrisa, la que tan solo por un instante usted me regaló —más de mil años tuvieron que esperar los muros de Chan Chan para presenciarla—. La llegada de Tacaynamo a las costas de Trujillo comenzaba a hacer sentido; y yo, a los treinta y seis años de mi insignificante existencia, comprendía que no podía existir el azar, y que bajo el inclemente sol de mi propio desierto, necesitaba ese sorbo de agua refrescante.


Ruego que usted llegue a perdonar el que súbitamente la haya tomado de la mano; haber invocado a Kon para alzar juntos el vuelo; haberla llevado tan lejos, rumbo hacia las playas de Máncora; y que en el crepúsculo vespertino, le haya robado un beso, mientras sobrevolábamos Colán... ¿Sabe qué, señorita? Mas bien debería pedirle perdón por no haberme atrevido siquiera a hablarle, a decirle lo linda que se veía con ese traje de doncella chimú. No obstante, me conformé con capturar parte de ese encanto norteño, gracias a la discreción de mi fiel obturador (léase mi cámara fotográfica)... ¡como el más cobarde de los mortales!

Me despido de usted, señorita; y espero que estas líneas no le hayan faltado el respeto. Caso contrario, le pido por favor que olvide que existo, y que sea yo condenado al infierno de su indiferencia. A cientos de kilómetros al sur de los dominios de Chimú, he de quedarme con el sublime recuerdo de aquella mañana en las ruinas de Chan Chan, esperando el día en que el Sol y la Luna me permitan volver. Y así como el príncipe Túpac Inca Yupanqui, emprenderé la conquista de su reino y quizá también, la de su corazón.

Humildemente suyo,
Galileus.



Comentarios

Unknown dijo…
Esta vueno

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