El testigo involuntario (2.ª ed.)
A mitad de una noche juerguera en Depeche Order, mientras regresaba del baño hacia mi grupo de amigos —luego de mojarme el cabello y acomodarme la cresta—, pasé por la barra y me sorprendió una cara conocida: el papá de una compañera de colegio de mi hija. Estaba solo, tomando un güisqui. Decidí acercarme a saludar.
A él también le sorprendió la coincidencia —gratamente, por cierto, quizá por los efectos del alcohol—. Me contó que venía de una reunión del trabajo, y que como todavía era temprano —tres de la mañana—, decidió pasar por un trago y relajarse un poco, mirando cómo se divertía la gente.
Mientras hablaba, mi memoria proyectaba imágenes suyas, de su bella esposa y su hija en actividades del colegio. Recordé cumpleaños, kermeses, reuniones de padres… incluso las veces en que fui a recoger a mi hija a su casa.
Su celular comenzó a sonar.
—La que llama es mi hija… siempre se preocupa. Seguro quiere que me vaya a casa —dijo, guardando el teléfono sin contestar, mientras miraba los cubos de hielo a medio derretir flotando en su vaso.
Pedí un güisqui también para mí. Lo acompañé unos quince minutos más, mirando cómo bailaban y se reían los grupos de patas, las chicas solas, las parejas. A estas últimas las observábamos con cierta nostalgia… quizá con tristeza… en el fondo, con envidia.
Varios meses después, en otra noche juerguera —esta vez en Bartini—, mientras hacía un recorrido de reconocimiento con una Cuzqueña en la mano, me sorprendió verla a lo lejos: la bella esposa de mi amigo. Estaba en la zona VIP, rodeada de amigos, fumando un cigarro. Se le veía feliz.
Volví con mi grupo, me tomé unos tragos más —intentando calmar mis líos existenciales—, fui al baño, me tomé una foto, la subí a Facebook. Y al regresar a la pista de baile, cerca de las tres de la mañana, la vi: la bella esposa se besaba con un pata.
Unas semanas después, al dejar a mi hija en el colegio, me crucé con el papá de su compañera, mi amigo de Depeche Order. Me vio y me saludó desde lejos, con un leve gesto de cabeza, formal y distante. Obviamente, no me reconoció. Obviamente, no recordaba que habíamos compartido una barra a las tres de la mañana, meses atrás.
Y por alguna razón extraña, me sentí aliviado.
Tal vez —pensé— nada de eso ocurrió. Quizá todo fue producto de mi imaginación, de mi estado etílico, de esa necesidad absurda de proyectar una historia trágica en alguien más.
Y así, confundido, volví al auto, encendí la radio y me fui al trabajo, convencido de que jamás contaría esta historia.
1.ª ed. 21 de mayo de 2012: https://galileus.blogspot.com/2012/05/el-testigo-involuntario.html
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