«Flora, estoy enamorado de ti»

[Extracto del cuento “Día domingo” de Los jefes (Mario Vargas Llosa, 1959)]

«Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: “Estoy enamorado de ti”. Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: “Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!”. Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: “No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén”. Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. “Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego”. Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. “Qué le digo, pensaba, qué le digo”. Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma. 

—Flora —balbuceó—, he esperado mucho tiempo este momento.» 

[Fin del extracto] 

—Me asustas, Miguel —le dijo Flora, desconcertada, pero con voz suave—. ¿Qué sucede, amigo? ¡Dime!
—Estoy enamorado de ti.

El rubor de las mejillas de Flora iba expandiéndose por otras partes de su rostro, los pómulos, parte de su frente. Durante ese primer minuto, él la miraba por ratitos, preocupado por su reacción, y luego bajaba los ojos o miraba hacia otro lado —a la gente que paseaba por la alameda, a los buses, a los taxis, a los perros—. Todos actuaban como si supieran lo que había hecho, como si le dijeran “¡La cagaste, Miguel!”. Tomó consciencia de cómo ella lo llamó, segundos antes de declarársele: “Amigo, amigo, amigo…”. Esa palabra resonaba en su mente, como una señal más que obvia de lo que sucedería. Se resignó a aceptar lo que viniera, y levantó la mirada hacia Flora, sin intención de bajarla hasta tener una respuesta suya.

Ella no había dejado de mirarlo fijamente, atónita pero serena, calmada, no parecía incómoda o importunada. De pronto, Miguel vio que los ojos mudos de Flora se cargaban de lágrimas a punto de desbordarse. Entonces, sin que tuviera tiempo de pensar en ello, sucedió lo inimaginable. Unos gritos ininteligibles comenzaron a oírse a lo lejos. La tensión del momento se quebró y ambos se miraron, extrañados, preguntándose de dónde venían esos gritos.

—¿Ese no es Rubén? —exclamó sorprendida, mientras señalaba a alguien que venía corriendo por la vereda central de la avenida Pardo, a media cuadra de distancia de donde se encontraban.
Miguel logró divisar en la dirección que Flora le había indicado, e inmediatamente la angustia y la confusión que sentía, por la declaración que le acababa de hacer, se convirtieron en cólera y determinación. Sí, era Rubén. Su grito resonó en toda la cuadra:

—¡No lo escuches, Flora! ¡¡Espera!!

Ella no había terminado de procesar lo que Rubén exclamaba, cuando rápidamente Miguel, armado de valor, la tomó de la cintura, rodeándola con el brazo derecho. Flora se quedó inmóvil, no puso ninguna resistencia; lo miró a los ojos, buscando en ellos alguna explicación a lo que venía sucediendo, algún atisbo del futuro que le depararía. Sin esperar permiso ni señal, Miguel la besó.


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