El testigo involuntario

A la mitad de una noche juerguera en Depeche Order, mientras regresaba del baño hacia mi grupo de amigos —luego de mojarme el cabello y acomodarme la cresta—, pasé por la barra y me quedé sorprendido al ver una cara conocida: era el papá de una compañera de colegio de mi hija; estaba solo; estaba tomándose un güisqui; decidí acercarme a saludar.
A él también le sorprendió la peculiar coincidencia; gratamente, por cierto, talvez por los efectos del alcohol. Me contó que se venía de una reunión del trabajo; y ya que era temprano todavía —3 a. m.—, quiso pasar por un trago y relajarse un poco, mirando cómo se divertía la gente. Mientras me lo decía, en mi background se iban proyectando recuerdos de él, su bella esposa y su hija en actividades familiares en el colegio, cumpleaños de otras compañeritas en los que habíamos coincidido, incluso las veces que había tenido que ir a recoger a mi hija de su casa.

Su celular comenzó a timbrar.

—La que me llama es mi hija... Es la que se preocupa, y quiere que vaya para la casa —dijo mientras guardaba el teléfono sin contestarlo, mirando los cubos de hielo a medio derretir, flotando en el líquido contenido en su vaso.

Pedí un güisqui también para mí, lo acompañé unos quince minutos más, mirando cómo bailaban y se reían los grupos de patas, las chicas solas, y las parejas; a estas últimas las observábamos con cierta nostalgia, con cierta tristeza, con cierta envidia.

Varios meses después, a la mitad de otra noche juerguera —esta vez en Bartini—, mientras hacía un recorrido de reconocimiento con una Cuzqueña en la mano, me quedé curiosamente extrañado cuando la vi a lo lejos: era la bella esposa; estaba con unos amigos en la zona VIP; estaba sentada, fumándose un cigarrillo; se le veía feliz.

Volví con mi grupo de amigos, me tomé unos tragos más —tratando de calmar mis líos existenciales—, fui al baño, me tomé una foto, la colgué en el Facebook; y de regreso, en la pista de baile, cerca de las 3 a. m., la bella esposa se besaba con un pata.
Unas semanas después, cuando dejaba a mi hija en el colegio, me crucé con el papá de su compañera. Me vio; me saludó cortés e impersonalmente, moviendo la cabeza —obviamente, no me reconoció; obviamente, ni se acordaba que nos habíamos encontrado en aquella barra en Depeche Order, unos meses atrás—. Y por alguna extraña razón, me sentí aliviado.

Talvez —pensé— nada de eso había ocurrido; quizá todo era producto de mi imaginación, de mi estado etílico, de mi necesidad de proyectar (transferir) una historia trágica a alguien más. Y así de confundido, volví al auto, encendí la radio y me fui al trabajo, pensando en jamás contar esta historia.

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