El balsero de Belén

Era nuestro último día en Iquitos y aun no nos atrevíamos a visitar el barrio de Belén. Practicamente desde que bajamos del avión, nos dijeron que allí había que tener cuidado, que no se podía ir más allá de las cinco de la tarde, que no era recomendable ir con cámaras, celulares, alhajas ni nada que pudiese llamar la atención. Nos advirtieron que la Venecia peruana era el distrito más pobre y más peligroso de la Amazonía. Eran las diez de la mañana cuando paramos un mototaxi: —Al Mercado de Belén, por favor.

El día estaba gris y así también nuestros ánimos. Valeria y yo íbamos algo preocupados, sentados en el pequeño motorizado que nos llevaba hacia nuestro destino: el mercado se encuentra en la zona alta del barrio de Belén, a unas diez cuadras de la plaza mayor de la ciudad. Mi hija de diez años estaba entusiasmada por ver qué animales selváticos se vendían allí; en lo que a mí respecta, quería conocer la zona baja, con sus casas flotantes sobre el río Itaya. Aunque no lo decíamos, ambos sabíamos que correríamos riesgos, pero el "bichito aventurero" ya nos había picado.

El mercado

—Ya llegamos, señor —dijo el mototaxista. Nos bajamos y, luego de hacerle algunas preguntas a un policía municipal, nos dirigimos hacia el mercado. Era sábado, así que el lugar estaba atiborrado de gente: vendedores en sus puestos, amas de casa de los alrededores haciendo sus compras, turistas en busca de objetos exóticos, e incluso pobladores de Belén observando ese caos que ya se ha convertido en parte de sus vidas.


¿Y qué venden allí? Pues, como cualquier mercado típico del tercer mundo, simplemente de todo. Desde carnes de animales selváticos hasta plantas medicinales, desde ropa y calzado hasta frutas y verduras, desde electrodomésticos de segunda mano hasta especies en peligro de extinción. Y todo esto, organizado de manera instintiva por los mismos comerciantes, literalmente sobre las calles del barrio; algo que los estudiosos con acierto han calificado como "una bomba de tiempo".

Aunque el calor ya comenzaba a incomodarnos, Valeria quería, de todas maneras, ver los animales en venta. Apretujados por entre los pasajes, caminamos hasta encontrar a una señora que exhibía un oso perezoso, un mono fraile y un búho; todos enjaulados —y ofrecidos a precios groseramente baratos—. Más allá, vendían tortugas charapas bebés, pichicos, e incluso vimos un tucán. Nos dio pena ver los animalitos con las patas amarradas a sus jaulas, evidentemente mal alimentados; comparábamos esa escena con la de los animales en libertad, que vimos tan solo unos días atrás, en la selva.

Pedro, el balsero

Una vez saciada la curiosidad de mi pequeña, comenzamos a bajar hacia el río —ahora me tocaba a mí—. Ya nos habíamos alejado del mercado, así que avanzábamos con precaución. Recién ahora, escribiendo esta bitácora, caigo en cuenta que era la primera vez que Valeria veía la miseria tan de cerca, tan crudamente. A nuestro alrededor, las humildes casas de madera, ingeniosamente montadas en lo alto de grandes troncos, nos daban una idea del nivel al que llegaba el río en el verano, con todo lo que ello implicaba: sin canales de agua ni desagüe, Belén era un permanente foco de contaminación y de transmisión de enfermedades.


Cuando llegamos a la zona baja, a media cuadra del río, vimos a los balseros que, desde la orilla, llamaban a la gente ofreciendo sus servicios de transporte. Al principio sentí temor por mi hija, por mi cámara, e incluso por mi propia vida; sin embargo, uno de los balseros destacaba por la forma como estaba vestido: gorra blanca, polo blanco y pantalón corto también blanco. Lo vi, me vio, y decidí acercarme.
—Buenos días. ¿A cómo el paseo?
—Ocho soles, por treinta minutos —respondió el balsero y esbozando una sonrisa, continuó—; y les llevo a ver la Victoria Regia.
—¿Victoria Regia? ¿qué es?
—La planta acuática más grande del mundo —dijo orgulloso.
—¡Vamos pues! —Y así nos subimos a la balsa y luego de hacer arrancar su pequeño motor, emprendimos el recorrido por el río.

Su nombre era Pedro; un lugareño de unos treinta y tantos años, de baja estatura, tes morena, ojos achinados, rasgos típicos del hombre de la Amazonía. Con esmero, nos iba explicando lo que íbamos viendo a medida que avanzábamos: las diferentes embarcaciones que pasaban por nuestro lado, las casas que flotaban sobre el río, los puertos artesanales y la actividad que allí se producía de descarga de frutas —plátano, mayormente—, de desembarco de pasajeros provenientes de otros lugares de la Selva, etc.


Luego de veinte minutos, Pedro llevó a tierra la balsa, cerca de un caserío. Bajamos y caminamos unos cincuenta metros, y detrás de unas casas de madera, encontramos una pequeña laguna. Sobre el agua flotaban unas hojas con forma circular, de color verde, aproximadamente de un metro y medio de diámetro: era la Victoria Regia o Victoria Amazónica. Nos contó que los pobladores del caserío crían estas plantas acuáticas para exhibirlas a los turistas a cambio de una propina; y que pueden llegar a medir tres metros de diámetro.

Mientras volvíamos, Pedro me contaba que se dedicaba al negocio del transporte sobre el río Itaya desde hacía unos veinte años. Le pregunté hasta qué hora trabajaba y me respondió que hasta las nueve de la noche. Una idea cruzó por mi mente; pero la descarté casi al instante. El sol sobre nuestras cabezas ya empezaba a calentar fuerte, y afortunadamente ya estábamos llegando al puerto donde Pedro nos recogió. Nos bajamos de la balsa, le pagué los ocho soles y me despedí, no sin antes agradecerle por su amabilidad. Allí mismo tomamos un mototaxi, el cual nos llevó raudo por las calles del barrio más pobre de Iquitos hacia la zona alta y de ahí a la plaza mayor.

¿Idea descartada o idea descabellada?

Era nuestra última tarde en Iquitos y había una última foto que quedaba pendiente en mi cabeza: Belén, al caer la noche. Sabía que era una locura, que cualquier cosa podía suceder, pero sobre todo, que no podía hacerlo acompañado de Valeria: tenía que ir yo solo. Siendo las cinco y media de la tarde, y habiendo tomado todas las previsiones que pude, dejé a mi hija en la cabina de Internet a la que íbamos durante esos días, y me embarqué en la última aventura del viaje —que con suerte, no sería la última de mi vida—.

Esta vez, le pedí al mototaxista que me dejara en la zona baja: —Donde están los balseros —recalqué. Cuando llegamos, el cielo ya empezaba a teñirse de azul oscuro; así que rápidamente me bajé, cámara y trípode en mano, y caminé, con algo de temor, hacia donde se encontraban las balsas. De pronto, de entre los balseros, uno de ellos se abrió paso: gorra blanca, polo blanco y pantalón corto blanco. "Pedro", pensé mientras daba un respiro de alivio. Me saludó y sonriendo me preguntó: —¿Vas a tomar foto? —Sí; quiero capturar el atardecer. —¡Vamos rápido, entonces!

El balsero de Belén

Navegamos un buen rato, buscando el mejor lugar para la toma fotográfica, hasta que llegamos a un pequeño muelle hecho de troncos, donde estaban amarradas unas balsas. Pedro amarró la suya ahí y subimos hasta la parte alta de la orilla. Armé el trípode, coloqué la cámara y comencé a disparar.

Atardecer en Belén

Mientras "foteaba", aparecieron unos niños, algo asombrados por mi equipo fotográfico y curiosos por ver las imágenes que iba capturando. Les pregunté si querían salir en la foto, y se animaron a que les hiciera algunas tomas. Fue un momento muy divertido, ya que se pusieron a jugar, a tirarse al río; sin embargo, su alegría e inocencia, a pesar de las precarias condiciones en las que les tocaba vivir, me dejaron una sensación de tristeza e impotencia. Al final, nos despedimos de los niños, quienes me hicieron prometerles que algún día volvería.

Los niños de Belén

Al otro lado del río

Era de noche cuando llegamos al puerto; desde la balsa se veía como las luces del alumbrado público contrastaban con la negrura del río, resaltando las siluetas de los balseros en la orilla. Le pedí a Pedro que nos quedáramos un momento allí para tomar algunas fotos.

Los balseros de Belén en nocturna espera

Cuando terminé, llevó la balsa a tierra y me acompañó hasta donde estaban los mototaxis.
—Gracias por todo, Pedro —le dije mientras le pagaba.
—De nada. ¿Habrán buenas fotos? —preguntó entusiasmado.
—Sí. Yo creo que sí. ¿Hay forma de enviarte alguna?
—A esta dirección. —Y me entregó un papelito.
—¡Excelente! Yo te las envío.

Le estreché la mano y le volví a agradecer. Me subí al mototaxi y mientras nos íbamos, llamé a Valeria por el teléfono celular. Le dije que ya iba para allá y que había tomado bonitas fotos. Me preguntó si había encontrado a Pedro y le respondí que sí. Al cortar, me quedé pensando en el balsero, en la suerte que tuve al conocerlo, en lo que pude vivir y aprender ese día gracias a él, en esa otra cara de Belén que pocos conocen, y en la letra de la canción de Jorge Drexler que dice "Creo que he visto una luz al otro lado del río".

Lamentablemente, ya de regreso en Lima, nunca pude encontrar el papelito con la dirección del balsero de Belén; lo que quiere decir que tendré que llevarle estas fotos personalmente. La verdad, no me molestaría tener que hacerlo.

Comentarios

Juan Arellano dijo…
Hola! provecho con el viaje a Iquitos, yo no he podido ir todo el año, mal, a ver si este 2011 me descobro. Las fotos nocturnas te salieron muy bien, valió la pena arriesgarse. ¿Has subido por algún lado el resto? Aparte del Flickr, obviamente. Bueno, no te pierdas ps. Saludos!

Entradas más populares de este blog

¿Quién le teme a Damien Thorn?

El "¿sabías que...?" de la saga de La profecía

La Leyenda de Misti Túpac