Inolvidable Amantaní
No puedo dejar de sentir nostalgia al recordar Amantaní. Es como si algo dentro de mí quisiera volver a ella, a cumplir la promesa que le hice a Juana. Talvez una parte de mi ser se quedó para siempre en aquella isla a más de 3,800 m.s.n.m. en medio del Lago Titicaca, en el departamento de Puno.
A orillas del lago sagrado
Venían conmigo canadienses, americanos y un japonés. Todos bajamos al pequeño muelle de piedras, donde nos esperaban ansiosas familias amantaneñas, quienes iban repartiéndose a los turistas para llevarlos a sus hogares. Fui el último en bajar de la lancha y mientras admiraba la vista, aun en el muelle, se me acercó Juana, una señora de baja estatura y contextura algo gruesa.
—¿Vamos?— me dijo amablemente y la seguí por un camino que se abría entre pequeñas parcelas de cultivos casi a orillas del lago.
La principal actividad de las comunidades en Amantaní es la agricultura. Mi almuerzo fue practicamente un buffet de productos cultivados por ellos mismos: papa, oca, queso frito y una sopa de quinua con habas y arvejas que estuvo muy rica.
En la ruta habían también otros grupos de turistas con sus guías, pero no pude distinguir a ninguno de los de mi grupo. Tras casi una hora de peregrinaje, llegamos al centro ceremonial. Desde lo alto del Coanos se podía apreciar la isla en toda su extensión, rodeada por las aguas de la gran pakarina o lago sagrado del Titicaca.
Ante el impresionante paisaje del atardecer, Faustino me explicó que el nombre del lago viene de dos voces aymaras: Titi (gato o puma) y Qaqa (color gris o plomo). Precisamente el color del lago en ese momento era de un gris azulado que contrastaba con las nubes cargadas que ya anunciaban una noche de lluvia. Le pregunté por el color del lago al amanecer, a lo que se ofreció a llevarme al día siguiente a un mirador para que yo lo vea con mis propios ojos.
Fría oscuridad
El sol se había ocultado. Faustino sacó dos linternas, me prestó una a mí e iniciamos el retorno. Sentía que la temperatura estaba bajando y estaban empezando a caer las primeras gotas de lluvia. Mi anfitrión iba adelante, a paso acelerado. De vez en cuando se detenía a ver dónde estaba yo, y si me encontraba bien. Lo único le decía era: "¡Hace frío!". El camino estaba totalmente a oscuras, así que simplemente seguía los pasos de Faustino, tratando de mantenerme a su velocidad.
Hace cuatro años Faustino y Juana, en uno de sus viajes a la isla vecina de Taquile, conocieron a una señora de condición muy humilde, que ya tenía varios hijos y la última era una pequeña de 3 años. Se llamaba Steffany. La señora necesitaba darla en adopción y Juana se había encariñado con la niña, así que después de unos meses, luego de realizar todos los trámites de ley, se la llevaron y la acogieron en su hogar como hija suya.
Me despedí de Steffany, a quien dejé jugando con el becerro, mientras Juana ordeñaba la vaca. La amable señora se acercó:
"¡Llegamos!" me pasó la voz mi amigo francés que viajaba también en la embarcación. Había avistado tierra firme luego de casi 3 horas sobre el lago navegable más alto del mundo. Mientras me iba acomodando la mochila, podía ver la armoniosa combinación de azules y verdes, contrastando la calma del lago con la típica serranía, algo que nunca había presenciado.
A orillas del lago sagrado
Venían conmigo canadienses, americanos y un japonés. Todos bajamos al pequeño muelle de piedras, donde nos esperaban ansiosas familias amantaneñas, quienes iban repartiéndose a los turistas para llevarlos a sus hogares. Fui el último en bajar de la lancha y mientras admiraba la vista, aun en el muelle, se me acercó Juana, una señora de baja estatura y contextura algo gruesa.
—¿Vamos?— me dijo amablemente y la seguí por un camino que se abría entre pequeñas parcelas de cultivos casi a orillas del lago.
En la Isla de Amantaní no existen hoteles, las familias brindan a los visitantes un alojamiento sencillo pero acogedor en sus propias casas. La de Juana quedaba ahí nomás, muy cerca del muelle. Era una humilde construcción de adobe y piedra, de dos pisos, un pequeño patio central, todo muy rústico. Hacia atrás de la vivienda una chacra con algunos animales, un área de cultivo y un pequeño manantial. Lo que más llamaba mi atención era el paisaje, así que luego de acomodar mis cosas en el cuarto que me asignó mi hospitalaria anfitriona, salí a tomar algunas fotos. Apreciaba el sonido que producía la brisa sobre el lago y luego sobre los árboles, mirando hacia el horizonte, cuando escuché que me llamaba una niñita:
—¡A comer!— me gritaba Stefanny, aparentemente la hija de Juana.
—¡A comer!— me gritaba Stefanny, aparentemente la hija de Juana.
—¿Más sopa?— me preguntó Juana, que debe haber visto mi cara de satisfacción.
Le dije que me había gustado, sonrió y fue a servirme más. Concluí que Juana hablaba poco español (recordé que el quechua es la lengua de los amantaneños) y por eso se comunicaba con pocas pero precisas palabras.
Faustino
—Mi esposo— dijo ella cuando entró con Faustino Quispe a mi habitación. Tenía los rasgos andinos típicos de la región y para sus 60 años de edad, estaba bastante bien conservado. Él me traía unos guantes y un chullo, ya que eran casi las cuatro de la tarde, empezaba a hacer frío y subiríamos hasta uno de los cerros donde se celebra el "Pago a la Tierra".
—Mi esposo— dijo ella cuando entró con Faustino Quispe a mi habitación. Tenía los rasgos andinos típicos de la región y para sus 60 años de edad, estaba bastante bien conservado. Él me traía unos guantes y un chullo, ya que eran casi las cuatro de la tarde, empezaba a hacer frío y subiríamos hasta uno de los cerros donde se celebra el "Pago a la Tierra".
Faustino hablaba más español que Juana, así que prácticamente fue como un guía particular. Me contó, mientras caminábamos hacia el pueblo, que Amantaní es la isla más grande del Lago Titicaca con poco menos de 9 km2 y 4,000 habitantes aproximadamente. En su mayoría son agricultores, aunque también hay artesanos dedicados a la textilería y al tallado en piedra. La isla se encuentra organizada en 8 comunidades. Faustino era un distinguido miembro de la comunidad de Villa Orinojón.
Desde la cima del Coanos
Hicimos la parada de rigor para conocer la Plaza de Armas y la Iglesia de Amantaní. Luego iniciamos el recorrido por un largo camino de piedras que nos llevaría hasta la cima del cerro Coanos o Pachatata. Por este mismo camino, una vez al año, en el mes de enero, los amantaneños suben hasta la plazoleta ceremonial ubicada en lo alto para rendirle honor a la Pachamama ("Madre Tierra").
Hicimos la parada de rigor para conocer la Plaza de Armas y la Iglesia de Amantaní. Luego iniciamos el recorrido por un largo camino de piedras que nos llevaría hasta la cima del cerro Coanos o Pachatata. Por este mismo camino, una vez al año, en el mes de enero, los amantaneños suben hasta la plazoleta ceremonial ubicada en lo alto para rendirle honor a la Pachamama ("Madre Tierra").
En la ruta habían también otros grupos de turistas con sus guías, pero no pude distinguir a ninguno de los de mi grupo. Tras casi una hora de peregrinaje, llegamos al centro ceremonial. Desde lo alto del Coanos se podía apreciar la isla en toda su extensión, rodeada por las aguas de la gran pakarina o lago sagrado del Titicaca.
Ante el impresionante paisaje del atardecer, Faustino me explicó que el nombre del lago viene de dos voces aymaras: Titi (gato o puma) y Qaqa (color gris o plomo). Precisamente el color del lago en ese momento era de un gris azulado que contrastaba con las nubes cargadas que ya anunciaban una noche de lluvia. Le pregunté por el color del lago al amanecer, a lo que se ofreció a llevarme al día siguiente a un mirador para que yo lo vea con mis propios ojos.
Fría oscuridad
El sol se había ocultado. Faustino sacó dos linternas, me prestó una a mí e iniciamos el retorno. Sentía que la temperatura estaba bajando y estaban empezando a caer las primeras gotas de lluvia. Mi anfitrión iba adelante, a paso acelerado. De vez en cuando se detenía a ver dónde estaba yo, y si me encontraba bien. Lo único le decía era: "¡Hace frío!". El camino estaba totalmente a oscuras, así que simplemente seguía los pasos de Faustino, tratando de mantenerme a su velocidad.
En el pueblo tampoco había electricidad así que cuando llegamos las casas tenían sus velas encendidas. Eran más de las 7 PM y ya estábamos mojados por la lluvia. Me fui a la habitación y luego de media hora, llegó Faustino con la cena. Antes de despedirse, me preguntó si me gustaría leche de vaca en el desayuno y le respondí que sí, que hacía mucho tiempo que no la tomaba.
—¡Entonces mañana tomarás leche!— me dijo sonriente.
—¡Entonces mañana tomarás leche!— me dijo sonriente.
Al no tener luz, televisión, ni siquiera un enchufe donde cargar mi celular (que ya hace horas había muerto), simplemente me metí a la cama y me abrigué con las cinco frazadas había. Me sentía extraño en la oscuridad total. En mi mente proyectaba el mapa del Perú y un puntito rojo al centro del Lago Titicaca. Trataba de medir imaginariamente la distancia que me separaba de las personas que amaba. Extrañándolas, me dormí.
El nuevo día en Amantaní
A las seis de la mañana Faustino ya estaba tocando la puerta de la habitación:
—¡Ya está amaneciendo!
Me cambié lo más rápido que pude y nos fuimos hasta un mirador a media hora de camino. De subida, al ver que estaba algo agotado y con frío, arrancó unas ramitas de una planta que crecía al lado del sendero:
A las seis de la mañana Faustino ya estaba tocando la puerta de la habitación:
—¡Ya está amaneciendo!
Me cambié lo más rápido que pude y nos fuimos hasta un mirador a media hora de camino. De subida, al ver que estaba algo agotado y con frío, arrancó unas ramitas de una planta que crecía al lado del sendero:
—Es muña— me dijo —¡Para la buena respiración!
No sabría decir si fue sugestión o no, pero luego de respirar de ella me sentí un poco mejor. Recordé haber leído alguna vez que la vegetación silvestre para los andinos era una especie de "farmacia natural".
El sol aun no asomaba, pero el cielo ya estaba aclarando, transformando poco a poco el azul profundo de una madrugada despejada. Le dí algunas instrucciones básicas de cómo operar mi cámara y cuando los primeros rayos solares anunciaban al astro rey, mi precoz aprendiz de fotógrafo capturó una imagen que está dentro las favoritas de mi archivo personal. Entusiasmados por el logro, nos foteamos los dos, ya iluminados por el naranja del imponente sol de amanecer.
La pequeña Steffany
Hace cuatro años Faustino y Juana, en uno de sus viajes a la isla vecina de Taquile, conocieron a una señora de condición muy humilde, que ya tenía varios hijos y la última era una pequeña de 3 años. Se llamaba Steffany. La señora necesitaba darla en adopción y Juana se había encariñado con la niña, así que después de unos meses, luego de realizar todos los trámites de ley, se la llevaron y la acogieron en su hogar como hija suya.
Luego del desayuno (incluidas dos tazas con leche de vaca), le pedí a Steffany que me mostrara los animales de la chacra. Muy contenta me presentó a cada uno de ellos: el burro y su burrito, la oveja y sus corderos, la gallina y sus pollitos y finalmente la vaca y su becerro. Ella me hacía recordar a mi hija Valeria, que también tenía siete años de edad, y al igual que ella, la pequeña Steffany al sonreir irradiaba una pícara inocencia, ajena totalmente a las vicisitudes del destino.
Promesa y despedida
Yo tenía que estar en el terminal lacustre a las ocho de la mañana, con el grupo de turistas, para abordar la lancha que nos llevaría a la Isla de Taquile, nuestro siguiente destino.
Yo tenía que estar en el terminal lacustre a las ocho de la mañana, con el grupo de turistas, para abordar la lancha que nos llevaría a la Isla de Taquile, nuestro siguiente destino.
Me despedí de Steffany, a quien dejé jugando con el becerro, mientras Juana ordeñaba la vaca. La amable señora se acercó:
—Tienes que regresar— me dijo.
—Sí. Con mi familia, la próxima vez.
Le agradecí por todo y con mi mochila en la espalda dejé la casa que me hospedó con tanto esmero.
Faustino iba adelante, a paso acelerado como siempre, yo aprovechaba mis últimos minutos en la isla para admirar el paisaje ribereño, hasta que llegamos al terminal. Antes de unirme a mi grupo, anoté mi teléfono en un papel.
—Si vas alguna vez a Lima, llámame— le dije.
Él sacó de su bolsillo un papel en el que había escrito su dirección:
—Si hay bonitas fotos, mándame por favor.
—¡Claro!— le respondí.
Con un abrazo me despedí de mi amigo amantaneño y desde la embarcación, ya aguas adentro, veía como Amantaní se hacía cada vez más pequeña. Mi amigo, el turista francés, se me acercó y se quedó mirando la lejana isla, y le pregunté:
—¿Qué tal te pareció?
—Inolvidable— me respondió.— ¿Y a ti?
—Inolvidable.
Comentarios
Un abrazo. Gracias por tu visita. Tu post me ha traído recuerdos gratos.
Saludos
Lo segundo, es que justamente decirle adios a quienes amamos resulta lo mas dificil, lo mas doloroso, lo que mas miedo nos da; te entiendo, es casi por eso que escribó esos posts, por que son una manera de sacarlo de adentro mio y quizás si lo veo de fuera encontraré el valor para decir lo que tengo que decir.
Es complejo decir adios, encontrar el valor.
Espero que lo encuentres.
Nos leemos.
Nos leemos.
Me encantó, creo que lo notaste con mis primeras palabras, pero reitero, UN LUGAR CELESTIAL... UNAS PERSONAS FUERA DE ESTE MUNDO.
Escribiré algo con respecto a ellos... Ciudad de Angeles creo que lo titularé.
Debes cumplir tu promesa... pero ahora yo te prometo algo, sin temor de fallar en ello, yo tambien iré a conocer a Juana y a su familia.
Y te pensaré.
Un abrazo
Lunettas *_~
hasta pronto mi correo electrono; para cualquier informe que deseen:
abel_amantani_isla@hotmail.com